Autor: Jairo Paez
Cada vez que visito la Cordillera, innegablemente, el asombro invade mi cuerpo, y por un instante, me quedo atónito. En la montaña, las palabras lentamente pierden su fuerza y caen, como hojas de otoño; para fundirse en el suelo, morir y renacer.
Así, nacen algunas historias, recolectadas en los bosques sin dueños. Historias que nos gusta escuchar, por su potencia: ese amor sin límites a lo inusual.
Difícilmente olvide, la tarde de aquel verano; el espejo del lago se fundía con el cielo, todo era una misma cosa, divina, junto a los Andes patagónicos. El arrebol de las nubes multiplicaba como panes su belleza, esparciéndola sobre el resto del paisaje; ahí me encontraba, palpitando lo efímero de mí existir, y conmis labios calentados con los pocos leños que habitaban mi corazón, verano de besos tibios y miradas extrañas.
Volvíamos del lago y el sol a nuestras espaldas, apuraba el paseo, andábamos perdidos entre las luces tenues de los árboles y las sombras frescas; habíamos elegido el camino de la locura, una vez más, dejando nuestros cuerpos al fluir del tiempo y el destino. De algo estábamos seguros, el último colectivo ya dormía en el pueblo.
Caminábamos sin descansar. Los arboles a nuestro alrededor nos veían pasar y algún que otro duende se nos reía sin parar. Tras varias horas de caminata, lo que era brillo, felicidad y colores, paulatinamente, con la presencia de la noche, fue tornándose en un manto negro de desolación. No recuerdo bien cuando fue que dejamos de disfrutar.
Nuestros pasos cansados, empezaron a temblar de frio, sin agua y sin comida, solo nos quedaba avanzar; a sabiendas de que en el valle, allá abajo, nos esperaba el calor de una cama tendida y el amor de un fuego bajo techo.
Mientras tanto, la luna nos iluminaba el camino con su eterno resplandor, cuando de repente, una luz a lo lejos, ¿ves lo mismo que yo? –Le pregunté. Si boludo! –Me contestó. No dejaba de brillar, nos detuvimos por mera intuición, perplejos los dos, nos agarramos de la mano, buscando un alivio que nunca llegó. Con el miedo a flor de piel y los pelos erizados, lentamente, dimos algunos pasos, la luz seguía allí, delante de nosotros. De un instante a otro, la luz desapareció. Mi corazón corría una maratón, mis pies sintieron una inyección de adrenalina para avanzar cada vez más rápido, de pronto, la luz; más cerca y más fuerte. Aparecía y desaparecía, en una danza tenebrosa que rozaba el delirio; nuestras ganas de correr cuesta arriba no era para nada posible, la muerte de un lado, lo extraño familiar del otro, de pronto aquella luz se esfumo. Seguimos caminando, con nuestros sentidos alertas e hipersensibles, mi único deseo era despertar del mal sueño que estaba viviendo.
Los animales salvajes, atraídos por el olor a pánico, husmeaban nuestras presencias, no los podía ver, pero si sentía el murmullo de sus voces, las pisadas alrededor nuestro, cada vez más fuertes. Una pequeña brisa hizo crujir las ramas viejas de los arboles gigantes y de repente -¡crac! una rama cercana dio aviso: un espectro oscuro pasó muy cerca de nosotros, inmovilizando el aire por unos segundos – ¿Que andan buscando? Nos preguntó, sin detener su marcha. No pude responder ni mucho menos girar la cabeza para ver que era, solo vi un contorno y una luz de muerte en sus ojos. Paso de largo. Apretándonos fuertemente la mano, empezamos a correr con la poca fuerza que nos quedaba, esquivando árboles y ramas, por el mero impulso hacia la vida, orrimos sin parar hasta ver a los lejos, las primeras luces del pueblo.
Llegados a la cabaña, luego de un baño nos dimos un gran banquete. Con un tenebroso eco de lo que había sucedido. En la Cordillera, habitan sucesos que las palabras nunca llegaran a decir: lo que su esencia realmente es. Algunos lugareños nos aseguran que nadie vive en aquella zona; pero entonces… ¿Qué fue?